Más de lo que pido

Cristina Santa
3 min readAug 26, 2020

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Es veintiséis de agosto y mientras me lavo la cara frente al espejo, me acuerdo de que se estrena hoy la conversación -disfrazada de documental- de Pau Donés con Jordi Évole. “Eso que tú me das es mucho más de lo que pido”, cantaba Pau desde su balcón unos días antes de convertirse en polvo de estrella. Nunca he logrado escuchar la canción entera. Cuando la reproduzco me invade un nosequé que me impide pasar del primer estribillo. Pero los pocos segundos que han llegado a mis oídos me han llevado a ese lugar de reflexión donde pienso en todos aquellos que aparecen para hacerte vivir en un constante verano.

Hace apenas unos días que he vuelto de un viaje con amigas. He guardado en las retinas ciertos paisajes isleños y colores excepcionales y sigo llevando sal en los labios y en el pelo. He notado, sentido y experimentado que cuando el mundo atraviesa una pandemia, la forma de viajar cambia y deja de ser tan inquieta. Ya no se buscan fotografías delante de las atracciones más emblemáticas, ni se pregunta a Google qué ver en [inserte ciudad], sino que se aprende a abrazar y valorar a los que te acompañan sin que importe demasiado el lugar.

Ahora sobrevuelo las imágenes mentales que guardo de lo recién vivido, como si se tratara de un álbum de fotos con olor a anís de los que guarda mi abuela en la casa de campo.

Visualizo una azotea en la que hay preparado un colchón con vista a las estrellas, un edredón prestado y cuatro brazos colocando una vela de barco que me esquive el sol cuando dentro de unas horas amanezca.

Con fecha martes dieciocho hay un pueblo de calles en cuesta y empedradas, de persianas en madera verde, donde en los números impares vive un alma -o varias- con el nombre de Catalina. También recurro a un salón de ventanas abiertas y sofás de flores donde siete cuerpos cansados se envuelven en el baile triangular que mantienen la risa, los ventiladores y el sonar de unos tacones.

Una de las imágenes más difuminadas — y sin embargo de las que más resistirán el paso del tiempo y las conversaciones — sucede en un camino de tierra anaranjada. Mis piernas se apoyan en dos hombros amigos mientras el resto se reparte la tarea: sostener la sombrilla, mecer el abanico, ofrecer agua aunque no me pertenezca, dejar espacio, respirar en calma, marcar el número de emergencias.

Por último, pestañeo en un acantilado al que hemos subido en sandalias de plataforma, con nevera y bolsa de rafia. “Pensad en cosas buenas a pesar de la pandemia”. Ojalá no dejemos de mancharnos los dedos y las mejillas de polvo blanco mientras repartimos los albaricoques que trae la ensaimada.

Lejos de las fotos de perfil de LinkedIn y de las competencias académicas, se debería observar cómo actúa el individuo en un grupo de amigos. Dudo, entonces, que alguien no eligiese a aquellos que hacen incontables viajes al aeropuerto, que te preparan un power point con las aventuras de mañana, que se quedan acompañando a la luna mientras meditan una acampada y que han preparado la comida antes de que te despegue los ojos la alarma.

Es cierto, hay amigos que tornan la luz a más clara. Y también es cierto, Pau, que esos amigos nos dan mucho más de lo que pedimos.

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