por aceptarme vulnerable, comencé a vivir

Cristina Santa
3 min readFeb 5, 2021

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Hace un año y medio viví la experiencia más dura y más bonita de mi vida. Yo misma pensaba que era contradictorio. Hasta que ayer encontré — se me descubrió — el por qué.

No recuerdo el día que marcaba el calendario, pero corría el mes de agosto. Un agosto atípico y lluvioso, muy alejado del anuncio de Estrella Damn y las olas del Mediterráneo. Nos aproximábamos ya al final de aquel camino que abarcó treinta días de nuestros jóvenes y vivos veranos. Nuestros pies habían dibujado los ciento cincuenta y cuatro kilómetros que definen la West Highland Way. Habíamos acariciado el pico de la cima más alta del Reino Unido. Aguantábamos los pies más de veinte días mojados y cubiertos de barro. Llevábamos semanas utilizando la misma camiseta y nuestras espaldas aguantaban todas nuestras pertenencias sin apenas decir nada. Nuestra casa era una tienda de campaña (nuestro hogar aquellos que nos acompañaban). Además, una especie de mosquito extremadamente molesta se había encargado de decorar nuestra piel de picaduras que revolvían con furia y simultáneamente todas nuestras terminaciones nerviosas. El cúmulo de todo esto compone el contexto de aquél día del calendario cuyo número no recuerdo. Sin embargo, tengo grabada la imagen y tatuados los hechos. Aquella mañana se nos propuso hacer una ruta — otra más-, de no sé cuántos kilómetros. No escuché el número. Empujada por el “no puedo más” de mi cuerpo, empecé a llorar. Algunos me acompañaron en la humedad, otros se hicieron presentes a través del tacto y otros me retrataron (Gonzalo dijo que era la foto más bonita que había tomado en sus días como fotógrafo). Para mi sorpresa -como ciudadana de este mundo-, nadie me intentó animar. ¿Acaso no se escuchaba mi llanto? Tardé en entender que se me estaba dejando ser yo, con toda mi vulnerabilidad.

En otras circunstancias, al cesar la lágrima y respirar, hubiera pedido perdón, justificado mi manantial, prometido que aquello no era mi intención y que no volvería a pasar. Pero allí, rodeada de almas amarillas, entendí que en la vulnerabilidad no existe nada que se deba perdonar.

A partir de ahí, durante este año y medio, me he permitido llorar más que nunca (es cierto que el mundo no se ha quedado corto en darnos razones para ello). Llorar de verdad.

Me viene a la mente un viaje en avión en el que un podcast alimentaba mis neuronas. Alimentaba también mis lágrimas. Tras media hora gastando pañuelos, me sorprendió (otra vez) que el pasajero de al lado siguiera — y muy tranquilamente — leyendo. De nuevo, aquel desconocido aceptaba mi vulnerabilidad, lejos del consuelo.

Hace apenas unos días, lloré con fuerza a través de un pantalla, “delante” de mi tutora de la universidad. Una mujer de pelo blanco y vida tranquila, inglesa, de esas personas a las que, como españoles y a primera instancia, llamaríamos “frías”. En otras circunstancias le hubiese pedido perdón “por el numerito”. No lo hice. A la que veía, con sus miedos y sus lágrimas, al otro lado de la pantalla, era Cristina. Después de cuatro años de relación tutora-alumna, por fin me conocía.

Las pasadas Navidades recibí una llamada telefónica en la que se me comunicaba una gran noticia. Sorpresa: lloré. “Hace dos días que murió mi abuelo y siento esto como un nuevo comienzo” les decía a los que estaban escuchando al otro lado del teléfono.

Ese nuevo comienzo del que hablaba en esa conexión telefónica se lleva sucediendo los jueves de las últimas tres semanas. Ayer, entre los árboles de un campus universitario, volvieron mis lágrimas. Otra vez silencio por parte de los oyentes. Aceptación. Acompañamiento.

Al reunirnos todos, de vuelta en el aula, Marcos adelantaba y Pablo concluía que la vulnerabilidad nos hace más fuertes.

Fue ahí donde entendí cómo la experiencia que inicia este texto había sido la más dura y a la vez la más bonita.
Dura porque me descubrí vulnerable (y descubrirse vulnerable está lejos de ser fácil). Pero agarrándome a esa raíz — no demasiado anclada a tierra pero mi raíz — permití que la experiencia más bonita se pudiera construir. “Vulnerables somos porque estamos vivas”, que diría Pedro Pastor.

Yo, por aceptarme vulnerable, hace año y medio comencé a vivir.

La foto de la que hablaba Gonzalo.

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